sábado, 9 de mayo de 2009

Déjame entrar: Niños, hombres y otros monstruos

El vampiro es posiblemente una de las figuras iconográficas más potentes de la mitología occidental y también una de las más explotadas por el cine. A estas alturas de curso se podría pensar que dar la vuelta el mito vampírico es casi imposible, pero no. Posiblemente Déjame entrar no sea la reinvención del chupa-sangre, que algunos han proclamado pero sí es una bocanada de aire fresco en un género que venía anquilosándose en los últimos años a la par que era simplificado por la maquinaria de Hollywood con títulos como Blade o Crepúsculo.

Oskar es el niño raro de la clase. Lee muchos libros, colecciona recortes de crímenes violentos y es la víctima favorita del matón del colegio, al que fantasea con matar al grito de “¡Chilla, chilla como un cerdo!”. Un día conoce a su vecina, una extraña niña de doce años llamada Eli con la que traba amistad rápidamente, amistad que acabará derivando en amor. Sin embargo pronto empieza a sospechar que no está enamorado de una chica normal, sino de una vampiresa.

Como muchas otras aproximaciones a esta leyenda, el filme de Tomas Alfredson es una historia de amor entre dos seres que pertenecen a mundos diferentes. Eli es una vampiresa y Oskar un humano. Ella vive de noche, él de día. A él le gustan las galletas, a ella la sangre. Lo que diferencia este romance de otros es la absoluta inocencia con la que lo viven los personajes, que no llegan ni siquiera a decirse “te quiero” en toda la película, como mucho un “me gustas”. Pero no hace falta, ya que la actuación de los dos niños, Kåre Hedebrant como Oskar y Lina Leandersson como Eli, es sencillamente magistral. Quita el hipo ver a dos niños transmitiendo con una mirada mucho más de lo que otras películas transmiten con minutos y minutos de diálogos y movimientos circulares de cámara. Déjame entrar es una historia de amor sin un ápice de sensiblería, es más: es todo lo contrario.

La cinta se desarrolla en las afueras de un Estocolmo totalmente nevado. Pocos planos no tienen un inocente componente blanco, pero esta blancura se ve continuamente manchada de sangre. Los mismos personajes que viven una de los romances más cándidos vistos en la gran pantalla son capaces de los actos más descarnados. Ante la fría mirada de la cámara de Alfredson, que en algún momento incluso recuerda a Haneke, Eli lleva a cabo asesinatos escalofriantes, la misma Eli que en un momento de la película pregunta si la gente hace algo especial cuando son novios. La primera vez que vemos a Oskar está en su habitación, sin camisa con un cuchillo, fantaseando con que acuchilla a alguien a la voz de “¡grita, grita como un cerdo!”. Cuando Eli lo conoce, está realizando el mismo rito pero apuñalando un árbol. Tiene una apariencia tímida e inofensiva, pero su fondo es realmente oscuro, hasta tal punto que la propia Eli le recuerda que ella mata por necesidad, una necesidad que él no tiene. Este contraste de luces y sombras de los personajes, a parte de hacerle a uno reflexionar sobre el punto de violencia que subyace en las relaciones humanas, convierte a Eli y a Oskar en dos de los personajes mejor dimensionados y más interesantes que ha dado el cine en los últimos tiempos.

Y lo son porque son capaces de pasar de un extremo al otro en cuestión de segundos. Déjame entrar te lleva de la crudeza a la ternura y de la ternura a la crudeza de nuevo en un constante mecanismo de contrastes. El blanco de la nieve y el rojo de la sangre. El cegador reflejo del sol en el hielo y la profunda noche nórdica. La ingenua (y memorable) escena de cama entre los protagonistas y sus rostros manchados de sangre. Incluso el color del pelo de los niños contrasta.

Tomas Alfredson regala una dirección austera, con planos largos y sin apenas movimientos de cámara. Fría y distante, casi Hanekeniana, al principio y que se va acercando a los personajes a medida que lo hace el espectador, hasta quedarse cerca del estilo Wong Kar Wai, apoyádose en una espléndida fotografía y una soberbia banda sonora que en todo momento saben subrayar la acción sin robar protagonismo a la historia. Además, consigue crear una atmósfera realista que se contrapone a un aura sobrenatural de los vampiros, aura que consigue crear casi sin efectos especiales.

Sin embargo, Déjame entrar no es una película de terror. Quien vaya al cine esperando dar grititos y saltos en la butaca que se olvide. Hay vampiros, sí; hay oscuridad, sí; hay combustiones espontáneas, sí; hay sangre, sí. Pero todo esto son sólo elementos accesorios para narrar un romance entre dos personajes capaces de lo mejor y de lo peor. Como el ser humano, en definitiva.

Y hablando de vampiros, en IMDb podemos ver que hay un proyecto también titulado “Let the right one in” (Título en inglés de la cinta) anunciado para 2010. ¿Habrá clavado Hollywood sus colmillos en esta bonita y terrible historia?

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